sábado, 30 de agosto de 2008

Un humanismo liberado de los dioses...


Por Philippe Grollet – presidente del CAL (Bélgica)


Desde los albores de la humanidad, los hombres han estado confrontados al temor de un medio hostil e incomprensible y a la angustia de la muerte.

Para explicar lo incomprensible inventaron los dioses. Para vencer sus miedos recurrieron a la magia y para enfrentar la muerte imaginaron otros mundos paradisíacos, a dónde sus dioses podrían conducirles luego.

Al principio, estos dioses eran el sol, el fuego, el mar, la selva. Eran lo que los hombres veían alrededor de ellos y lo que les dominaba, les alimentaba y, también, les mataba.

A los pueblos bárbaros y crueles les correspondían dioses bárbaros y crueles. Como todavía es el caso ahora, el Dios de los fanáticos es intolerante y fanático. Mientras el dios de los humanistas, sean estos judíos, cristianos, musulmanes hinduistas u otros, es un dios de amor, de generosidad y de apertura.

Es el hombre quien crea a « Dios » a su imagen y semejanza.

Con el paso del tiempo, las religiones organizaron las relaciones de los hombres con sus dioses. Garantes de la mitología, codificaron la historia de los dioses.

Estas operaron la distinción entre el « verdadero Dios » (el suyo) y los « falsos dioses » (los dioses de los otros). Sus rabinos, sus padres, sus imanes, sus pastores se ofrecieron como intérpretes de los dioses y la autoridad que de esto se desprende les volvió moralistas, para lo mejor y para lo peor.

Los dioses y las religiones favorecieron la superación personal y contribuyeron a presentar a los individuos otra dimensión de lo humano: más allá de mi « yo », de la familia e incluso de la tribu.

Pero, a menudo, las religiones han pretendido poseer la verdad y, en todas las épocas, se han dejado instrumentalizar por los jefes y los brujos, los hombres de poder y los altos funcionarios religiosos quienes no se privaron de utilizar a Yahvé, a Jesús, a Alá para asentar su autoridad, para extender su poder y para conducir a los hombres a la muerte y así satisfacer sus cínicos intereses.

Ahora todavía se mide hasta que punto la religión es utilizada en prácticamente todos los conflictos que ensangrientan la tierra.

Por otra parte, las profundas mutaciones sociales, políticas y tecnológicas del último siglo y, particularmente, de los últimos años, han hecho surgir en todos los dominios una cantidad de nuevas preguntas. Ante las mismas, no se puede imaginar el encontrar respuestas, o en su defecto, enseñanzas útiles en las doctrinas religiosas ancladas en textos milenarios que, evidentemente, no pueden explicar las problemáticas contemporáneas.

Se imagina acaso encontrar en la Torá, los evangelios o en el Corán indicaciones sobre la manera de codificar la fecundación humana o las investigaciones sobre los embriones? Es cierto que se intenta hacerlo, pero la mistificación es demasiado evidente.

Una idea bastante antigua ya…

En el siglo sexto antes de JC en Jonia, los pensadores precursores se alejaban ya de la explicación del mundo a través de los mitos y se ponían a buscar una explicación de los fenómenos naturales que fuese aceptable para la razón.

Protágoras de Abdera (485-411), figura de avanzada de los Sofistas, proponía ya un pensamiento subversivo, tanto desde el punto de vista de la religión como desde la política. Es a él a quien debemos este aforismo de una sorprendente modernidad: “El hombre es la medida de todas las cosas”. Lo cual le valdrá ser condenado por impío por parte de los atenienses.

Para Diagoras de Melios, (415 antes de JC), “la creencia en los dioses nació del pavor de los hombres ante los fenómenos naturales”.

Los Escépticos, dando una definición positiva de la duda, aparecen como los precursores del libre examen: Pyrron (360 – 272 antes de JC) introduce la idea de“ que es imposible el conocer la menor verdad y que se debe entonces suspender su juicio”.

Por fin, Epicuro (341 – 270 antes de JC), liberado de los dioses, substituye a su adoración la búsqueda de la felicidad, proponiendo una realización terrestre al hombre: “En lo que concierne los dioses, no hay nada que temer. Asimismo, no hay nada que temer a la muerte. El ser humano es capaz de ser feliz. Puede soportar los dolores de la existencia.”

En la vieja Europa, un número cada vez más grande, que se avecina en Bélgica 30 o 40 por ciento de la población se alejan de las mitologías… y de las religiones que las sostienen. Un fenómeno similar es observable y gana incluso, pero con un efecto retardado, a la Europa Central y Oriental.

Este fenómeno es observable en diferentes grados en todos los continentes, cada vez que el nivel general de la educación favorece la emergencia del espíritu crítico.

Esto no quiere decir que todas estas poblaciones se viertan en el nihilismo, el cinismo o en el inmoralismo, incluso cuando muchos, al interior y al exterior de las religiones, pueden estar tentados por el repliegue hacia sí mismos y por la adoración de un nuevo dios, el dios-mercado.

El laicismo filosófico no es una “religión en defecto de”, que caracterizaría a todos aquellos quienes se han alejado del catolicismo o del Islam; del cristianismo, del hinduismo o del budismo; de las religiones del Libro o de los animismos…

Ciertamente, el laicismo filosófico no se reconoce en ningún Libro fundador. De hecho, éste no honora a ningún Dios, a ningún profeta y no reconoce a ningún maestro de pensamiento. Pero se inscribe en la tradición humanista que, desde Protágoras hasta nuestros días, pasando por los filósofos del Siglo de las Luces pusieron al hombre en el centro de los valores, forjando poco a poco estos conceptos, uno de los cuales es retomado en el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y en derecho. Están dotados de razón y de conciencia y deben actuar los unos para con los otros en un espíritu de fraternidad.”

Libertad – Igualdad – Fraternidad

Y, entonces,
libertad de pensamiento,
libre examen,
conquista de la ciudadanía
aspiración a la emancipación,
exigencia de justicia,
capacidad de rebelión,
rehabilitación de la felicidad y del placer, respetando al otro
Frente a los desafíos actuales, la pérdida de sentido, la decadencia de los valores colectivos en provecho de un individualismo exacerbado o de un retorno de algunos a una concepción sectaria y dogmática de lo religioso; frente a la desorientación moral, a los choques culturales, al empobrecimiento constante del Sur frente al Norte y de los menos favorecidos de este Norte frente a los ricos del Norte y del Sur, el laicismo filosófico es, evidentemente más necesario que nunca.

Conjugada a la acción de los demócratas de todas la convicciones (confesionales o no), éste debe ahora poder afirmarse aún con mayor urgencia, ya que las referencias antiguas (Dios, el padre, el patrón, el jefe de familia, trabajo y patria), pertinentemente desacralizados, dejan para muchos de nuestros conciudadanos un vacío, el cual se vuelve cada vez más evidente y cuando no es posible concebir cómo las religiones podrían volver a ganar la credibilidad perdida.

En una sociedad multicultural y multiconviccional como se han vuelto todas a diversos niveles, la prioridad, entre cualquier otra prioridad, es la de “vivir juntos”.

Con el curso de los siglos, la vieja Europa ha pagado un terrible tributo a las guerras de religión. La doctrina “un príncipe – una religión”, que pretendía crear la unidad del Estado (y la paz interior) con la sumisión del pueblo a la religión de su rey, ha sido suplantada por el modelo de “laicismo político”.

El laicismo político, con modalidades muy diversas, se impuso progresivamente en todos los Estados democráticos. El modelo francés, del cual la ley de separación de las Iglesias del Estado y es el instrumento más conocido, no es sino una de estas modalidades. El “laicismo a lo belga” es otra. Y cada Estado de derecho, en función de su historia y de las relaciones sociales internas, ha organizado las relaciones entre la política y las religiones.

La constante del estado laico, como ha dicho nuestro amigo Jorge Carvajal Muñoz, es que éste tiende a la imparcialidad en materia filosófica y religiosa, que se rehúsa de intervenir en los asuntos interiores de las comunidades confesionales, como también rehúsa a las iglesias el intervenir como tales en los asuntos del estado y tiende a no acordar ningún privilegio a la religión dominante y a no imponer ninguna carga particular a los ciudadanos en razón de su pertenencia o no a una religión o a otra.

Es lo que se llama también « la separación de la Iglesia y del Estado”. Una separación ideal de las Iglesias no existe en ninguna parte. Ni en los estado Unidos, ni en Francia, ni en Bélgica, ni en los raros Estados que han inscrito oficialmente la separación de la Iglesia y el estado en su Constitución, pero que actúan, de hecho, como si hubiese una religión de Estado.

Sea que se trate de construir una sociedad justa, progresista y fraterna, dotada de instituciones públicas imparciales, garante de la dignidad de la persona y de los derechos humanos… o de defender, en el seno de esta sociedad una concepción filosófica liberada de los dioses (o más exactamente liberada de los impostores que se pretenden sus emisarios), el trabajo no se terminará nunca, como la construcción de la democracia no se terminará nunca. Pero dejará, de generación en generación, nuevos desafíos que enfrentar, día tras día.

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