miércoles, 6 de abril de 2011

LA CARTA POLITICA DE 1991: Una Falacia Constitucional

Reinaldo Ramírez

La Constitución Política de 1991, el marco jurídico regulador del Estado colombiano, proclamada entre los vítores y las aclamaciones de los miembros de la Asamblea Constituyente y presentada ante el pueblo de Colombia como un tratado de paz entre los contendientes de una guerra civil jamás declarada, como la panacea que pondría fin a la violencia, a la injusticia y a la guerra fratricida entre los colombianos, fue el fruto de un engaño a una Nación que, de buena fe, se creyó representada en ese heterogéneo grupo de ciudadanos elegidos para cumplir el loable propósito de acordar, redactar y promulgar la norma básica de convivencia para un país que sigue sumido en la violencia y la desigualdad.

Parecerá un despropósito afirmar que el origen, la razón de ser y los objetivos políticos y económicos de la Constitución de 1991 se anclan en las tesis neoliberales expuestas por el economista inglés JOHN WILLIAMSON en las conferencias celebradas en Washington los días 6 y 7 de noviembre de 1989 con la presencia de los representantes plenipotenciarios de los países latinoamericanos sometidos a la égida de Estados Unidos y la participación protagónica del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo organismos supra estatales que representan el poder y el dominio del capital financiero en el mundo; este evento es conocido en la jerga de la política internacional de Colombia como EL CONSENSO DE WASHINGTON.

Estas conferencias tuvieron como tema central acordar los ajustes estructurales de la economía capitalista de los países desarrollados necesarios para conjurar la crisis financiera provocada por la deuda externa insoluta de los países latinoamericanos dependientes de Estados Unidos, crisis que emergió con sus efectos catastróficos en Agosto de 1982.

En este contubernio de los dominadores y los dominados se le impuso a los estados deudores, llamados eufemísticamente tercermundistas o países en vías de desarrollo, entre ellos al Estado Colombiano, la obligación de abrir sus mercados a la competencia internacional, privatizar los recursos naturales, la educación pública y las empresas del el Estado, convertir los bienes y los servicios públicos en fuentes de lucro privado mediante peajes y tarifas expoliatorios, eliminar las conquistas de los trabajadores y flexibilizar la legislación laboral, suprimir los derechos y las garantías de los trabajadores, eliminar los subsidios del Estado a los sectores más pobres de la población y disminuir la inversión pública en salud, educación y bienestar social para la población.

Estas medidas neronianas estaban que socavaban la soberanía nacional estaban dirigidas a agravar la dependencia política y económica de Colombia y a fortalecer la dominación imperial y crear las condiciones propicias para el apoderamiento de los recursos naturales y las fuentes de riqueza por el capital extranjero y, por otra parte, abaratar la mano de obra, los servicios, las materias primas y el costo de los productos de exportación que requieren las industrias estratégicas de las potencias capitalistas dominantes y, desde luego, mantener las tasas de ganancia del capital sin afectar el nivel de vida de la población de sus países. En pocas palabras, trasladar la crisis económica y sus efectos políticos a los países dependientes.

En el CONSENSO DE WASHINGTON se consignaron los lineamientos económicos y sociales y las estrategias necesarios para asegurar las ganancias del capital financiero y mantener el crecimiento económico de la metrópoli; para los países obligados el cumplimiento de los compromisos implicaba necesariamente la adopción de medidas de choque contra sus propios ciudadanos.

Los compromisos adquiridos por Colombia divergían de las normas constitucionales que, desde 1936, consagraban una tímida protección a los derechos civiles y las garantías sociales de los trabajadores colombianos y postulaban la intervención del Estado en la orientación y el manejo de la economía, en la explotación de los recursos naturales y la prestación de los servicios públicos fundamentales.

El CONSENSO DE WASHINGTON considerado como un tratado o convenio internacional, para ser aplicado válidamente en Colombia debió ser sometido a la aprobación del Congreso, de acuerdo con el artículo 120, ordinal 20 de la Constitución Política vigente por la época que autorizaba al Presidente de la República para “celebrar con otros Estados y entidades de derecho internacional tratados o convenios que se someterán a la aprobación del Congreso.”

Es evidente que el Presidente de Colombia y los funcionarios que representaron al Estado colombiano al suscribir el CONSENSO DE WASHINGTON excedieron sus competencias constitucionales al asumir en ese evento internacional unos compromisos contrarios a la Constitución y actuaron a espaldas del pueblo colombiano al ejecutar el convenio sin la aprobación del Congreso de la República; mediante este convenio espurio Colombia renunció a la soberanía económica y monetaria y entregó los bienes y los recursos de la Nación a la voracidad y al libre juego del capital trasnacional.

Las imposiciones políticas y las directrices económicas impuestas al Estado colombiano al firmar el CONSENSO DE WASHINGTON eran abiertamente incompatibles con la constitución vigente y, por consiguiente, antes de someter el convenio a la aprobación del Congreso habría sido necesaria una reforma profunda a la Constitución, dado que el artículo 32 de la Carta política fijaba claramente los parámetros de la intervención del Estado en la economía; esta disposición era del siguiente tenor: “Se garantiza la libertad de empresa y la iniciativa privada dentro de los límites del bien común, pero la dirección general de la economía estará a cargo del Estado. Este intervendrá, por mandato de la ley, en la producción, distribución, utilización y consumo de los bienes y en los servicios públicos y privados, para racionalizar y planificar la economía a fin de lograr el desarrollo integral.

Intervendrá también el Estado, por mandato de la ley, para dar pleno empleo a los recursos humanos y naturales, dentro de una política de ingresos y salarios, conforme a la cual el desarrollo económico tenga como objetivo principal la justicia social y el mejoramiento armónico e integrado de la comunidad y de las clases proletarias en particular.” (Acto Legislativo núm. 1 de 1968, Art. 6º).

Ante este escollo constitucional que hacía imposible la aprobación de los compromisos consignados en el CONSENSO DE WASHINGTON, a espaldas del pueblo y con la complicidad de las fuerzas políticas dominantes en Colombia, del Congreso y de la Corte Suprema de Justicia, se tramó una conspiración para ambientar la convocatoria de una Asamblea Constituyente que derogara la Constitución vigente y adoptara una nueva constitución con las normas especificas a la medida de los compromisos internacionales adquiridos que hicieran posible la ejecución del convenio.

En la nueva Constitución, mimetizadas en la extensa declaración de derechos y garantías ciudadanas, se convirtieron en normas constitucionales los dictados del CONSENSO DE WASHINGTON como la apertura económica y la privatización de los bienes, servicios, la banca y las empresas oficiales; con la entrega del mercado interno a los monopolios extranjeros el Estado perdió la soberanía económica y renunció al desarrollo de la industria y la producción nacional.

La Constitución Política de 1991 en el Título XII del Régimen económico y de la Hacienda Pública, incluyó el artículo 333: “La actividad económica y la iniciativa privada son libres, dentro de los límites del bien común. Para su ejercicio, nadie podrá exigir permisos previos ni requisitos, sin autorización de la ley.

La libre competencia es un derecho de todos que supone responsabilidades.

La empresa, como base del desarrollo, tiene una función social que implica obligaciones. El Estado fortalecerá las organizaciones solidarias y estimulará el desarrollo empresarial.

El Estado, por mandato de la ley, impedirá que se obstruya o se restrinja la libertad económica y evitará o controlará cualquier abuso que personas o empresas hagan de su posición dominante en el mercado nacional.

La ley delimitará el alcance de la libertad económica cuando así lo exijan el interés social, el ambiente y el patrimonio cultural de la Nación.”

La Constitución de 1991 hizo posible que el Estado profiriera disposiciones como la Ley 100 de 1993 que convirtió la salud de los colombianos en un negocio financiero, la Ley 142 de 1994 que entregó los servicios públicos a la explotación del capital privado nacional e internacional, y tantas otras normas que hacen parte del paquete legislativo inherente al CONSENSO DE WASHINGTON, como los fondos de pensiones y de cesantías que enriquecen a la banca privada en perjuicio de los empleadores y de los derechos fundamentales de los trabajadores colombianos.

Colombia después de la Constitución de 1991 se convirtió en el paraíso del capital extranjero que ha expropiado a los colombianos ahora es dueño de la salud, las pensiones, la banca, los recursos naturales como el petróleo, el carbón, el oro y los minerales estratégicos y administra como propios los bienes públicos, nuestras carreteras, nuestros puertos y nuestra seguridad interna y externa.

Es evidente que, a la luz del artículo 20 de la Constitución vigente por la época, los gestores y artífices de la entrega de la soberanía nacional al capital financiero internacional violaron la Constitución y las leyes de la República por extralimitación de funciones y debieron ser juzgados en su momento como reos por traición a la patria.

Ante la complicidad del propio Estado, de los partidos y movimientos políticos y el silencio y la pasividad de los ciudadanos, solo queda el recurso de airear el tema para evitar que la impunidad sea total y esperar pacientemente el juicio de la historia.